Comenzó la cuarentena y recibimos visita, pero sin darnos cuenta: entró a casa a escondidas. Sin embargo, en el silencio de la noche escuchábamos que algo hacía en la cocina. Nos pareció de mal gusto empezar a ver cada mañana las sobras de sus antojos de media noche sin avisarnos siquiera. Más nos inquietó ver que cada vez, los sonidos se recrudecían acercándose despacito a las recámaras de los niños.

Una mañana lo vimos por fin. Era un pequeño roedor, como lo temíamos. Tan pequeño como grande mi pavor. Las mujeres nos subimos a los muebles y los hombres corrieron tras él sin éxito alguno, convirtiendo la actividad familiar del encierro en días de cacería. ¡Qué horror!

La reclusión se hizo de tormento. ¿En dónde estaría nuestro ladrón? ¿Me cruzaría con él cara a cara? ¿Estaba bajo mi sillón? ¿En mi ropero o el de los niños?… Días de tensión y noches sin dormir. Cualquier ruido me exasperaba.

Mi esposo había sacado una ratonera del baúl de los “tiliches”. El objeto más odiado en casa se convirtió en prioritario, esencial y perfecto. Tras varias semanas, finalmente cayó. Unos días que parecieron años. Un confinamiento de sufrimiento. Un encierro “pal entierro”.

 

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