Las palabras como puentes entre objetos y sueños
El relato “Felicidad”, de Flaubert, acalló las voces de la gente que pedía o preguntaba por una historia interesante con un final feliz. Claro que se puede escribir historias con final feliz, ¿pero éstas nos interesan?, ¿nos gustaría que así fueran siempre?, ¿a los autores les interesa escribirlas? Por lo mismo, mejor conversemos acerca de los puentes fallidos, de las palabras y los discursos extraviados.
Sería irreal y hasta aburrido pensar que los puentes son construcciones que nos llevan siempre a algún sitio, o a un buen sitio, o que nos conducen con facilidad a un lugar. Si consideramos que las palabras son puentes, entonces, hablemos de aquellas que no permiten que nos traslademos de un lugar a otro, de aquellas que impiden la comunicación, de otras que nos conducen adonde no hubiéramos querido llegar.
Sí, las traducciones son puentes; también lo son los diccionarios, los sinónimos, los apelativos, los vocativos; las metáforas y las alegorías; los diminutivos y los motes; el tú y el usted; los neologismos y los barbarismos; los recados, los correos, las llamadas en la grabadora; las boletas de calificaciones, los justificantes, los diplomas; las etiquetas, los letreros, las tarjetas personales; las porras, los cánticos, los himnos; un léxico amplio y cada idioma…
¿En qué momento se vuelven vías fallidas? ¿En qué momentos se convierten en focos de nuestra atención, en objetos interesantes? Algunos de estos objetos interesantes son:
Los diccionarios circulares o de definiciones exiguas; los sinónimos inadecuados por el contexto; los apelativos que disgustan a quienes llamamos o que alertan a quien desea escabullirse; el vocativo tan poco claro que se confunde con el sujeto.
Las metáforas trilladas o las alegorías viejas como películas de Semana Santa. Los diminutivos involuntarios dichos con inadecuada dulzura a quien ni amigo es; los motes malosos develados por descuido.
El usted pronunciado cuando ya “se rompió el turrón”; el tú cuando no se ha roto ni se le romperá.
Los abrumadores correos en internet; los recados del banco; los justificantes en épocas de exámenes, de mucho trabajo, o en lunes.
Los diplomas de cursos acreditados con desgano; las etiquetas en un archivo muerto; las tarjetas personales de desconocidos; las porras echadas por compromiso; la erudición léxica de un misántropo, de un pontífice, o de un pontificador.
Tal vez valga la pena hablar de lo que convirtió en puente fallido, anodino, burdo, falso, hostil o inclusive cómico cada uno de estos actos de habla.
Tal vez valga la pena hablar de la invasión de las mayúsculas, tan manoseadas, tan holladas como las ubicuas groserías; escribir acerca de estos falsos puentes, ya tan fútiles y ordinarios, tan mermados en su fuerza.
Tal vez valga la pena hablar de la utilidad de las repeticiones; del encanto que encuentran muchos en las palabras y expresiones vacías, imprecisas o discordantes: “Ya está el trabajo como tal…”, “Al final del día nos entendimos…” [cuando fue en la mañana el acuerdo.], “Es correcto…”[expresión dicha ad nauseam durante una conversación conflictiva].
Seguramente valdrá la pena hablar de la riqueza y la necesidad de los silencios, del silencio, de su capacidad de tender puentes.
Sí, un pontífice hacía puentes, era un ingeniero; debiera seguir siendo, en esencia, un constructor, un creador, y no un ser encumbrado, un sectario, un amonestador, un acotador, un destructor. Con las palabras debiéramos ensamblar, enlazar, vincular, alcanzar, tocar, y, ¿por qué no? trocar y trastocar realidades, ficciones, anhelos, pesadillas y sueños. ¿En qué momento la palabra “pontificar” se cargó de un sentido peyorativo? ¿En qué momento se le redujo? ¿En qué momento comenzamos a hablar para sólo oírnos pontificar? ¿En qué momento decidimos engañarnos, simular y disimular?
-Claudia Ramírez Cisneros