Por vivir en quinto patio…

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La vecindad es el espacio del cual el cine de la época de oro se benefició enormemente, en el que los infortunios amorosos, las serenatas, el desengaño, las intrigas y los fiestones suceden entre pantaletas tendidas y lavaderos centenarios.

 

Los modos de vida en la colectividad, que el habitar tan “pegaditos” condiciona, incluyen oficios, costumbres y hábitos exclusivos de estos multifamiliares horizontales que facilitan la vida comunal.

 

Pero no sólo el cine encontró en esta escenografía de arquitectura virreinal el espacio por excelencia para el melodrama, sino también la música, la historieta y, por supuesto, la televisión han enmarcado historias en estas vitrinas sentimentales.

 

El origen de las vecindades se puede trazar a finales del siglo XVIII, pero su asentamiento fue en el siglo XIX, por la necesidad capitalina de mano de obra que provenía del campo combinada con la política anticlerical de ese periodo, como la Ley Juárez de 1855, la  Ley Lerdo de 1856 y la Ley Iglesias de 1857, que convirtió conventos en vecindades. Sin embargo, su cúlmen se dio en el México posrevolucionario con la toma de casonas de familias adineradas que huyeron de la revuelta a Estados Unidos.

 

Tipos decimonónicos como el aguador, el pajarero o la china, son reemplazados por oficios que las exigencias de la urbe moderna concentradas en la vecindad requieren, como la agiotista Doña Susanita en El callejón de los milagros, o la usurera en Ustedes los ricos; “la que se despierta tarde” en Nosotros los pobres, o el cobrador de la renta, El señor Barriga, en El Chavo del Ocho.

 

La realidad ha alcanzado el destino de estos edificios, en su mayoría novohispanos, construidos como domicilios o lugares de descanso para virreyes en calles como Mesones, República de Perú o Peralvillo, y se han convertido en nidos de narcomenudeo (y no tan menudeo) impenetrables para el sistema policíaco.

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