Y llego el resultado del laboratorio del hospital, COVID19: POSITIVO, así en mayúsculas y en rojo, era 24 de marzo 2020. En ese momento de confusión y sorpresa, no sabía si tomarme un shot de tequila o llorar, me decidí por los dos.

No tenía miedo, más bien incertidumbre, las noticias de Italia y España eran aterradoras. Ya en confinamiento, a punto del aislamiento, me llevarían a los límites de la paciencia en la soledad de mi habitación. No llegue al hospital, sin embargo, tuve todos los desagradables y dolorosos síntomas.

Ahí, desde mi cama, me sumergí en un largo y lento estado de reflexión. ¿Qué iba a hacer? Embelesada con mis libros de cocina, los hojee, y me impregne de ellos.

Ya recuperada, casi un mes después, decidí acogerme de mi “olla de cocimiento lento” con la que me identifiqué en este largo y flemático confinamiento. Ella y yo nos acompañamos. Poco a poco se “cocinaban” a punto de precisión los sabores, los ingredientes, en mis días que transcurrían entre la biblioteca y la cocina, ahí, yo, junta a ella, veíamos pasar los minutos y las horas.

Al terminar, abría la olla, con los ojos cerrador para percibir los olores -amiga olla, que maravilla hiciste, hicimos-.

Ella confiaba en mí, en mi alquimia con los mejores ingredientes, y yo en ella, en su baja y precisa temperatura para sacar lo mejor la una de la otra, con los mejores sabores que cuidadosamente había elegido; la olla sabía que hacia mi mejor esfuerzo, juntas en equipo, lo logramos.

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