Desde que recuerdo mi abuela siempre trajo consigo este reloj Oriente. Ella era muy independiente, dinámica y amorosa. Me contaba que fue el último reloj que se compró después de jubilarse a principios de los años 80. Necesitaba un reloj automático que le llevara el ritmo para ir a hacer sus compras a la Merced, pasar por mi hermana y yo a la escuela, hacer la comida y ponerse a tejer y bordar. Poco a poco con el devenir de los años ella se hizo muy mayor, su ritmo bajó al igual que el de su reloj, éste se atrasaba porque ella ya no movía tanto su brazo ni su cuerpo. Pocos días antes de morir recuerdo que estaba acostada en la cama, platicábamos, aunque ya no tenía muchas fuerzas para hablar. Bajó su brazo de la cama y el reloj se le salió de su delgada muñeca. Lo busqué debajo de la cama y no lo encontré. Después de su muerte, a los 94 años, mi mamá me dió su reloj, ella lo encontró escondido entre una silla y ropa junto a la cama. Yo lo usé un par de años, después me lo quité para utilizar algo más moderno y plástico.
Al iniciar la cuarentena mi reloj se quedó sin pila, cuando decidí cambiarlo por otro ninguno de ellos tenía batería; encontré en ese momento el reloj de mi abuela con sus manecillas detenidas por la falta de uso. De inmediato lo puse a la hora y reactivé su mecanismo sacudiendo la mano tal como ella lo hacía. Estos meses ha sido mi compañero inseparable en casa, me gusta de nuevo sentirlos “vivos” cuando oigo su caminar constante junto a mi pulso.