Los grandes ídolos

Los grandes ídolos

No se juega para eso, pero no hay juego sin una estrella, y carretadas de atención. Se juega, lo sabemos, por razones más sencillas y profundas: porque somos once y allá hay otros tantos a los que hay que hacerles saber que somos mejores. No se juega para eso, pero no hay manera de evitar que se sepa que aquí hay un fuera de serie. Desde el pretérito del futbol, el de las corretizas de dos turbas en medio de lodazales campiranos se sabía quiénes eran los más vivos, los bravos, los villanos, los finos, los inalcanzables. Y el fin de semana por venir también habrá otros tantos vivos y villanos sobre el campo, reconocidos como tales, anticipados como personajes de una historieta serial: esos son los ídolos.

Es imposible olvidar a un ídolo de ahora, y no porque juegue tres veces por semana. Aparecen por todos lados, en ropa de calle o en falso uniforme; constantemente se les pide algo, un mensaje, una reliquia y ellos mismos están compelidos a mostrar, a hacerse presentes sin descanso. Eso es ahora. Cosa rara echar un ojo atrás: qué parecido es el pasado.

Los héroes de antes también sentían al público manoteándole la cara. Con los de hoy los une que el campo queda corto. La fama, el cantar de las hazañas no se agota entre las líneas encaldas. Fuera, después del silbatazo, el futbolista se completa: muta en embajador de cierto ensueño. Una fantasía de hincha embelesado, el futbolista lo es porque no sólo vive en shorts. La celebridad pretérita también iba al cinematógrafo. Horacio Casarín y Luis “Pirata” Fuente, por ejemplo, aparecieron en la enorme pantalla como personajes y sí mismos. Entendieron productores, agentes y advenedizos mercaderes que lo hecho con los empeines se factura emotivamente en otras arenas insondables. Qué sabe un jugador de solfeo y acordes varios, qué importa que desafine Reynoso en su vinil si puso el balón en la esquina inaccesible del arco. La gambeta, el chanfle justifican, incentivan, acomodan y embellecen la pose del galán en la fotonovela. Entre el último silbatazo y el que inicia un nuevo encuentro, el futbolista aprendió que, para serlo, hay que saber jugar al ídolo. Y nosotros jugamos para otra cosa, pero es imposible no aceptar que también se juega por esa secreta compulsión de ser el héroe que tuteló nuestro embeleso.

Pablo Duarte

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