EL PÚBLICO
Roland Barthes definía a la Lucha Libre como una comedia humana verosímil en donde lo importante eran las pasiones representadas arriba del ring, teniendo en la exageración de los signos su razón de ser. La lucha libre mexicana se consolida en los años cuarenta, como parte de la cultura popular ese ente híbrido que surge durante el siglo XX, después de la Revolución, que amalgama vida urbana, mitologías, lucha de clases, formas de producción, de pensamiento, de identidad y de pertenencia. En la Lucha Libre los espectadores ven representados sobre el ring sus melodramas cotidianos, las fantasías de violencia y venganza, y las pulsiones pasionales; la Lucha Libre se vuelve un espacio de posibilidad y el desfogue.
En una función de Lucha Libre importa tanto lo que pasa arriba del ring como lo que pasa abajo, la arena se convierte en un espacio de liberación, donde tanto luchadores como espectadores experimentan los límites de la transgresión. Estos elementos se conjugan para crear una experiencia colectiva y catártica en donde se liberan sensaciones, tensiones y agresiones acumuladas. En la Lucha Libre, como en los melodramas, se escenifican enemistades y rivalidades, se muestran imágenes de dolor y derrota, de traición y justicia, con las cuáles se identifican sus públicos. Los participantes de la Lucha Libre, luchadores, referis y público, activan este sistema de juego y las representaciones que ahí se producen participan en la dinámica de sumisión y rebelión de las reglas. Se genera una dinámica entre lo permitido, la infracción y las pulsiones del público. Los bandos tradicionales en las representaciones luchísticas corresponden a arquetipos tradicionales: bueno-malo, santo-demonio, legal-ilegal, rudo-técnico. Lo interesante es que estos arquetipos no siempre reflejan el apoyo o la admiración del público, su reacciones de apoyo o protesta (gritos, rechiflas, aplausos) develan sus distintas moralidades: los buenos pueden ser malos, y los rudos buenos.