La afición

La afición

Quizá el primero fue el que no alcanzó lugar en el equipo: el espectador original habrá sido un jugador que quiso, pero no fue. Bajo ese signo estamos todos los que vemos el futbol, deleitados y revueltos en la banda. Una banda que se extiende desde la línea de cal hasta la última butaca, el último banco de la barra, el descansabrazos del último sillón de la sala. Tan amplio ese terreno que cabemos todos –hinchas, aficionados, advenedizos, ocasionales, desentendidos, renuentes y contrariados. Y esta congregación de individuos en grado diverso de infatuación con la pelota, de pronto, celebra en sincronía un gol.

Si es nuestro, ese gol, algo se quiebra. Perdemos la modestia que nos hace buenos vecinos y nos volvemos puro grito. Creemos, fantaseamos, anticipamos que vendrán otros –goles y triunfos–, que campeonaremos porque es ya inevitable. Ondeamos banderas, escalamos estatuas y jerarquías, porque sabemos que como aficionados coaccionamos a gritos al azar. Desde nuestro sitio torcemos la mano del destino hasta obligarla a que nos cumpla con el trofeo que creemos merecer. Resulta sin embargo que el azar es gambetero y es muy difícil sujetarle siquiera la playera. Se escapa y nos regresa al infortunio.

Ese es el entrenamiento al que hemos concurrido sin falta una o dos veces por semana. En el graderío, en las cantinas o en la habitación aprendimos la rara majestad de la desdicha. Seremos algún día campeones del mundo como adultos, nos decimos; veremos al Tri alzar quilates y temores, algún día, pero no hoy. Por lo pronto, regresamos a nuestro puesto en la banda, a jugar a eso que, por no ser de los once uniformados, somos.

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