Es probable que todos, al ser niños, hayamos dejado volar nuestra imaginación con una hoja y un papel, con colores, gises, crayones y plumones, dibujando todo lo que nos pasaba por la cabeza, saliéndonos de los márgenes y a veces desbordando nuestras obras hasta las paredes de nuestros hogares a expensas del regaño -y en algunos maravillosos casos, júbilo- de nuestros padres. Con el paso del tiempo ese interés, en la mayoría de nosotros, comenzó a decrecer por distintos motivos. Aquella parte de artistas y de imaginación desbordada eclipsó, aunque claro está qué hay en quienes nunca sucedió.

No obstante, a pesar de las vicisitudes actuales, lo que me ha logrado mantener ocupado y con entusiasmo son los objetos que me han acompañado estos largos días que parecen no tener fin, en especial un cuaderno de dibujo y un lápiz. Desde el principio de la pandemia me refugié en ambos; comencé usándolos para escribir mi sentir, después empecé a bocetar siluetas de objetos que me acompañan en mi día a día y terminé tratando de hacer dibujos más formales. Sin embargo, tal y como pueden apreciar en la fotografía, no soy muy hábil para dibujar y realmente no he podido terminar ninguno de los muchos dibujos que he empezado. Pero, tal como ocurría cuando era niño, lo importante no es la técnica ni el uso adecuado de las formas o colores, sino poder expresarme, dejar volar mi imaginación y una vez más volver a valorar la importancia que tiene una hoja y un lápiz.

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