La propaganda como espectáculo de la seducción

espectáculo de la seducción

Tal como les comentamos el ganador de nuestro primer concurso de ensayo ¿Qué dicen los objetos? Organizado con Animal Político y la División de Educación Continua y Vinculación de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales y Animal Político, fue Luis Alfonso Gómez Arciniega.

Estudió Relaciones Internacionales en el Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM). Un afortunado naufragio fruto de su instinto fáustico, lo llevó a explorar el mundo de la Lengua y Literatura Alemanas en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Convencido de que cuestiones como la tradición y los marcos referenciales ofrecen gran poder explicativo, en sus escritos intenta avanzar más allá de las posibilidades del idioma. Apasionado del Romanticismo alemán, la filosofía continental, el cine y la fotografía, busca tener siempre un olfato vanguardista para lo relevante, Jürgen Habermas dixit.

Les dejamos su ensayo titulado La propaganda como espectáculo de la seducción

Dicen que los primeros llegaron al despuntar el alba, cuando el maíz desgranaba y el tequesquite hervía. Por el camino venía el candidato impulsado por una fuerza inasible que proviene de los laberintos más intrincados del poder. Más tarde, pronunciaba un enardecido discurso. Como Vulcano, sus palabras fraguan carreteras, hospitales, centros turísticos, industrias boyantes, escuelas, tendidos de cables de luz sobre el yermo para iluminar noches profundas.

Los asistentes sienten cercano al orador: lo han visto en los libros de la escuela y en los murales de Palacio Nacional; han leído su nombre en bardas derruidas y en hojas de papel con las que torbellinos de polvo dibujan espirales en el aire. En este pueblo, se pueden recorrer kilómetros sin divisar un paisaje uniforme, pero cada tanto aparecen banderines y carteles con el nombre, la foto y el lema de campaña. Entre los huizaches y el rubí del mediodía, sobresale la figura de quien se postula por la presidencia. Es una roca en la mar de pendones, mantas, letreros, confeti… el rostro multiplicado cien, mil, millones de veces.

La propaganda le ayudará a ganar la elección. Para perdurar y, sobre todo, para obtener legitimidad, un régimen debe echar mano de algo más que la fuerza. Necesita seducir a las personas. Vana empresa hubiera sido la de Stalin de no haber recurrido a la reproducción incesante de imágenes de obreros musculosos con martillo en mano habitando fábricas idealizadas. Experimentos políticos bien logrados requieren apuntalarse con las vigas de una propaganda creíble (también para los demás actores del escenario internacional). El gigante soviético sufrió caídas estrepitosas cuando quiso aplastar el orgullo nacional mediante la fuerza en Rumanía, Hungría o Polonia. La propaganda que hablaba de clases sociales, proletariado, fin de la burguesía, no encontró oídos atentos. Oídos que la cúpula nacionalsocialista sí encontró apenas unos años antes con el famoso Anschluss. A pesar de las presiones sobre el gobierno autónomo, la operación de fuerzas paramilitares, nadie esperaba el entusiasta recibimiento que alcanzó sus notas más altas en la histórica Heldenplatz de Viena ante miles de simpatizantes. Atrás se había tejido una cuidadosa estrategia propagandística: el ocaso del imperio multiétnico de los Habsburgo y el advenimiento del palpitante corazón germano en Europa central. Hoy en día, banderas estadounidenses y suizas siguen ondeando en los jardines de los suburbios porque la propaganda hechiza y divulga las virtudes de sendos gobiernos democráticos.

Históricamente, la propaganda ha sido la cara seductora del poder y su despliegue es un espectáculo: la marea de cruces gamadas en los crepúsculos bávaros ondeando al ritmo de Parsifal; Kim Jong-il repartiendo pescado fresco a su población y arengando soldados en la falda del nevado Monte Paektu; el universo de las familias sonrientes abriendo regalos el Día de Reyes en la España de Franco; Vladimir Putin rescatando ánforas griegas colocadas ex profeso en la Península de Tamán. La propaganda, cuando buena, es una hermosa lírica visual que hipnotiza y agrupa a una caótica y dispersa colectividad. Si Estados Unidos llegó a la cumbre del poder, mucho se debe a la amplia gama de símbolos que convencen al ciudadano diariamente de la superioridad de su sistema de gobierno: sin las banderas y los objetos de propaganda, los ideales de Washington, Jefferson, Hamilton y Paine no tendrían la misma profundidad.

En México, el nacionalismo del Partido Revolucionario Institucional (PRI) construyó un universo propagandístico con un sólido cariz místico. Absorbió sensaciones, sabores, reflexiones, añoranzas y querencias del mexicano y logró aglutinarlas en parafernalia política. El partido pasó a ser un referente más de la mexicanidad, tan cotidiano como la transparencia del Valle del Anáhuac, el agave azul de los Altos de Jalisco, el plumaje colorido de las aves de Chiapas, los manglares de Nayarit, las jícaras con agua de guanábana, el rubor de las sandías o las catrinas de Posadas. Un holograma de los sesenta resulta revelador: el rostro de Ruiz Cortines se transfigura en el de López Mateos, pero una leyenda permanece al pie de foto. Los hombres son transitorios, pero los ideales vencen la carcoma de la carne.

Como brazo seductor del poder, la propaganda lo dictamina todo: lo que fue, lo que es y hasta lo que no fue. Así, Manuel Ávila Camacho era presentado por la Federación Obrera del Distrito Federal como un “candidato fundido en los altos hornos de la Revolución mexicana”. Con López Portillo, la gigantomaquia alcanzó sus notas más altas. Un cartel de su campaña muestra a los grandes dirigentes de la historia: Cárdenas, De Gaulle, Lenin, Churchill, Juárez, Isabel I, Bismarck, Alejandro Magno, Carlomagno, Pedro El Grande, Simón Bolívar… Abajo hay un lema: “Hay hombres que respiran luz”. Es la tesis hegeliana de los grandes hombres hecha propaganda; una de corte barroco para una personalidad bosquejada con estilo filosófico.

El discurso propagandístico abarcó todas las partes de la vida: de la cuna a la tumba, de la madrugada a la primera estrella de la tarde, del comienzo al fin del siglo. Para la niñez había un juego de lotería que fomentaba la cultura cívica con alusiones nacionalistas: la chalupa y el cine del Indio Fernández, el valiente y el macho mexicano armado con navaja, la artesanía y los ídolos de barro, el campesino acompañado por la casa amarilla de tejas bermejas, la vivienda y los multihabitacionales de Miguel Alemán, el petróleo y la expropiación como gesta heroica, el rostro de Lázaro Cárdenas y la alegoría al Tata Vasco, la aviación, los ferrocarriles, la agricultura, la electrificación, la mano depositando la papeleta con el logo del PRI cruzado… ¡Lotería! En un rectángulo aparece retratada la vida cotidiana del mexicano. Es una cartografía del nacionalismo para navegar los encrespados mares de la vida nacional.

El PRI buscaba dialogar con todos los sectores de la población. La propaganda concibió un universo de objetos inscritos en un discurso articulado. Suave cincel del gobierno, ésta invitaba a todos los sectores de la población al aquelarre nacionalista. Siglas como CNC, CNOP o IMSS remitían, gracias a la parafernalia, al fresco olor del campo al amanecer, al mosaico étnico del país o al abrigo de la nación para sus hijos. No en vano, durante la época de Miguel de la Madrid, en los años ochenta, se trató de empacar el amor a la madre en sobres de semillas: “Que las flores de estas semillas sean mi homenaje a las madres mexicanas”. Cuando el obrero dejaba por un momento el trabajo y fumaba un cigarro, sentía el cobijo de la patria en la leyenda de las cajetillas: “Prefiriendo lo mexicano, duplicas el regalo en tu patria, ya que una parte del precio corresponde al obrero”. Para la casa de los noventa estaba el tortillero con el logotipo de Solidaridad. Con la bolsa del mandado que exalta la autosuficiencia alimentaria, viene el pollo, las verduras para el caldo hogareño y el ideal campesino del presidente. Para el transporte de 1946 estaban los boletos de diez centavos con la cara de Miguel Alemán. Obreros, camioneros, tranviarios, estudiantes, burócratas, diputados… para todos hay palabras de aliento, para todos hay propaganda.

Cuando la oposición llegó a la presidencia, olvidó las estructuras ocultas y clausuró el espectáculo de la seducción. Los objetos perdieron su halo de historicidad y trascendencia y se volvieron publicidad para consumidores, votantes, ciudadanos o demócratas. Ya no se le habló al campesino, al obrero, al estudiante, al ama de casa o al padre de familia. En aras de la transparencia, se renunció a cubrir de un sentido político muchos objetos. ¿Quién puede aspirar a gobernar sin querer colonizar todas las áreas de la vida con el discurso político?

Quien, en unos años, quiera entender la debacle de la oposición, tendrá que mirar la propaganda y prestar menos atención a la aséptica lógica de los cálculos electorales o los análisis científicos de la política. Logros y fracasos económicos o la eficiencia de ciertas políticas públicas seguirán siendo debatibles, pero la propaganda que se dejó marchitar por no regarse con mística e historicidad ayudará a comprender mejor las derrotas. Las estructuras de poder más importantes son invisibles. No develarán sus secretos los vacíos salones de Versalles ni los mudos guerreros chinos de terracota. Son los objetos los que vuelven un tanto visibles los engranes del poder. Sólidos regímenes políticos a lo largo de la historia se han preocupado por articular un discurso que dote de significado la vida cotidiana de las personas.

Apenas pocos años después, el candidato volvió al lugar de sus ficciones. Esta vez como espectador. Quien hablaba tuvo que abreviar un discurso para evitar que éste se tornara en soliloquio. Percibió que el recinto se vaciaba, que las palabras carecían de la incandescencia de antaño y que la propaganda ya no era el juego de luces pirotécnicas de algunos ayeres. Del cerro bajaba la niebla. El cielo se oscurecía con nubarrones negros. Dicen que los últimos abandonaron el lugar con cansina monotonía…

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